domingo, 29 de noviembre de 2015

Sobre cómo preparar café en lo cotidiano y comer chocolate en las paradas de autobús.

Poner a hervir el agua y soltarle un par de cucharadas de café, dejar que se pinte, que invada el color como una delgada gasa, que se filtre el aroma por la casa, tu casa, mi guarida, mi refugio, mi necesidad de ti. La gata me observa curiosa y yo oculto mi alma bajo la almohada sin que te enteres o la esconderás en el closet en la mínima oportunidad. Una vez que cada rincón de ti, de tu espacio, de tu hogar es impregnado del sutil aroma de la cafeína el ritual estará por concluir. Lo viertes con cuidado de no quemarte, lo endulzas con la mirada y el deseo de la expresión que hará al probarlo y tapas el termo, lo palpas para comprobar que el calor quede adentro y te aseguras de desprender una parte de ti, que no escape en los remolinos del vapor. Te acercas a la habitación y le observas en su danza de rutina, los ojos, los labios, el suéter adecuado, la forma del peinado y de vez en vez te regala una mirada y una leve sonrisa, te pide tu opinión y se enoja, y el tiempo la consume y se siente lista y toma sus cosas, saca a la gata de la habitación y le entregas el termo con café. La acompañas a tomar su transporte y se aleja de ti, de todo, de nada, no sin antes besarte a la carrera con esos labios de chocolate. Dicen que el sabor del amor es a chocolate y cafeína. Así lo pruebo yo.