Poner a hervir el agua y soltarle un
par de cucharadas de café, dejar que se pinte, que invada el color como una
delgada gasa, que se filtre el aroma por la casa, tu casa, mi guarida, mi
refugio, mi necesidad de ti. La gata me observa curiosa y yo oculto mi alma
bajo la almohada sin que te enteres o la esconderás en el closet en la mínima
oportunidad. Una vez que cada rincón de ti, de tu espacio, de tu hogar es
impregnado del sutil aroma de la cafeína el ritual estará por concluir. Lo
viertes con cuidado de no quemarte, lo endulzas con la mirada y el deseo de la
expresión que hará al probarlo y tapas el termo, lo palpas para comprobar que
el calor quede adentro y te aseguras de desprender una parte de ti, que no
escape en los remolinos del vapor. Te acercas a la habitación y le observas en
su danza de rutina, los ojos, los labios, el suéter adecuado, la forma del
peinado y de vez en vez te regala una mirada y una leve sonrisa, te pide tu
opinión y se enoja, y el tiempo la consume y se siente lista y toma sus cosas,
saca a la gata de la habitación y le entregas el termo con café. La acompañas a
tomar su transporte y se aleja de ti, de todo, de nada, no sin antes besarte a
la carrera con esos labios de chocolate. Dicen que el sabor del amor es a
chocolate y cafeína. Así lo pruebo yo.